‘Amigo muerto’, de Simon Gärdenfors
Una elegía que trasciende el género con una propuesta visual chocante
Si, como hace poco escribíamos, en Salvo imprevistos Lorena Canottiere (Liana Editorial, 2021) trazaba una brillante geografía de la ausencia a través de tres historias cruzadas que nos hablaban de la pérdida de diferentes maneras, en Amigo muerto, Simon Gärdenfors pone este tema (el de la pérdida) en el centro de la diana. En su novela gráfica, que ha editado también Liana, el autor nos contará su propia experiencia cuando, con 18 años, pierde a su mejor amigo por una fulminante meningitis.
Esta elegía se estructura en varias partes: el antes, el entonces y el después de esa pérdida. Lo interesante de Simon Gärdenfors es que utiliza una imaginería infantil, deudora de la estética del cartoon televisivo (con ciertas pizcas de innovación que nos sugieren a Chris Ware, o señalando influencias confesas de estilo de Peter Bagge) para narrar una historia terrible.
Simon Gärdenfors no cuenta nada del otro mundo: la muerte de un ser querido, su rememoración, la tristeza y la depresión posterior. Es una historia cotidiana, demasiado habitual, pero dos cosas hacen que se convierta en un cómic meritorio. En primer lugar, la sinceridad con la que Simon Gärdenfors cuenta su historia, cómo se desnuda ante el lector para contar el abismo por el que pasó.

En segundo lugar, el aparato visual que utiliza para contar su historia y que crea una fuerte disonancia respecto a lo narrado, y obliga a replantearnos la relación entre contenido y continente, fondo y forma, engarzando de forma plástica esa historia cómica y trágica a la vez. Esa estructura banal, que recuerda a los cómics infantiles, que ponen el énfasis en detalles nimios, contrasta con el profundo poso de amargura de la historia. Simon Gärdenfors no es Chris Ware o Seth (de hecho, algunas anécdotas sexuales que aparecen lo emparentan más con el citado anteriormente Peter Bagge), pero esa fusión de elementos dota de brillantez al conjunto.
Amigo muerto es una elegía, pero como buena elegía, como aquella que Miguel Hernández dedicara a su amigo Ramón Sijé, no es tanto el recuerdo de la persona que ha desaparecido como un retrato íntimo del desasosiego de quien sufre esa pérdida. Una historia de tristeza y resiliencia que la vida nos tiene reservados también a todos y cada uno de nosotros.
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